Nuestras experiencias van nutriendo nuestra percepción del mundo y
van moldeando nuestra visión sobre diversos temas. A través de ellas vamos
formando un andamiaje que va codificando los juicios que hacemos sobre la
realidad que nos rodea.
En la medida en la que vamos ganando en edad vamos apoyándonos en
las experiencias pasadas para resolver los retos que la vida nos va planteando.
Por esta razón cuando la realidad nos plantea una situación desconocida
tratamos de entenderla a la luz de los supuestos que tenemos planteados y
posiblemente se generan discrepancias con la realidad de los hechos y descubrir
que no siempre nuestros supuestos son válidos.
Esos supuestos nos llevan a construir escenarios que no siempre
son completamente ciertos porque percibimos la realidad desde nuestros ojos y
desde nuestro andamiaje conceptual, lo que nos lleva a prejuicios que no
siempre corresponden completamente con la realidad. Hacer juicios sobre
personas o sobre el futuro es común para disminuir la incertidumbre sobre lo
que no conocemos, pero nos lleva a cometer errores porque no partimos no de la
realidad observada sino desde nuestra estructura conceptual.
En muchas ocasiones, nuestras suposiciones pueden acertar pero en
otras no, sin embargo es más fácil partir de lo conocido que adentrarnos a
observar y a investigar de nuevo. En la medida en la que nos vamos haciendo
mayores confiamos demasiado en nuestras estructuras conceptuales y dejamos de
observar; en un mundo que se movía lentamente, nuestro “conocimiento seguro y
validado” era una buena guía, pero en un mundo en el que todo cambia a una
velocidad asombrosa, el valor de la experiencia se equipara a la capacidad de
aprendizaje. Nos vamos cuenta que no podemos confiar siempre en nuestros
supuestos sino que debemos aprender de nuevo. Ambos activos: la experiencia y
la capacidad de aprendizaje son indispensables.
No aferrarse a lo conocido, poner la mente en estado Beta,
abiertos a nuevos conocimientos y nuevas experiencias permite a la mente
mantenerse alerta, bien dispuesta para aprender nuevas cosas. No partir siempre
desde nuestros supuestos sino desde las evidencias fomenta la curiosidad, algo
que parece que sólo es propio de los niños y que los adultos vamos perdiendo a
lo largo del tiempo, pero que hoy no deberíamos
darnos el lujo de perder.
Cuando los niños van descubriendo el mundo todo se convierte en
preguntas, porque es su manera de descubrir su mundo, de sorprenderse; sin
embargo, cuando una persona deja de ser curiosa ha perdido esa capacidad de
sorprenderse, de aprender, de renovarse, de darse nuevas oportunidades. Sin
curiosidad no hay creatividad, sin curiosidad no hay desafíos, sin desafíos no
hay avance, sin curiosidad no hay descubrimientos.
Las innovaciones, los inventos, los avances, las nuevas teorías,
nacen de la curiosidad, de mantener la mente abierta, de no confiar demasiado
en nosotros mismos y de abrirnos a la posibilidad de ponernos en la
incertidumbre, de aprender cosas nuevas. Sin temor al fracaso y al rechazo
podremos avanzar si nos damos el permiso de observar de poner en duda nuestras
certezas y descubrir nuevos retos por resolver.
Decía José Saramago: “La vejez empieza cuando se pierde la
curiosidad”, tal vez es una buena pregunta para todos independientemente de la
edad que todos debemos hacernos independientemente de nuestras circunstancias.
Perder la curiosidad es el camino más fácil para dejar de aprender y de
abandonar el territorio de la juventud; por esta razón hay ancianos con
mentalidad joven y hay jóvenes con mentalidad de ancianos.
Jorge Peralta
@japeraltag
@idearialab
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